
Oriana Fallaci me inoculó, allá por finales de los sesenta, el interés por Vietnam. Estaba interno en un colegio de La Salle en la Seu d’Urgell (en aquellos tiempos: La Seo de Urgel) y en los ratos libres (cuando no había clase, misa, repaso, comedor o deporte), solo se podía estar en el patio o acudir a la biblioteca del centro. Les dejo que adivinen dónde me llevaban mis zapatos, día sí y día también. Confieso que no sé qué hacía allí, puntualmente, una revista como Triunfo, claramente de izquierdas. Yo era apenas un adolescente que observaba el mundo entre pasmado, fascinado y con la boca abierta, en definitiva descubriendo sus miserias.
En sus páginas, la maravillosa periodista italiana escribía crónicas desde Vietnam: La locura de la guerra, el deleznable interés crematístico, la desesperanza, las atrocidades y la terrorífica manipulación por parte de todos los actores. De eso hace más de cincuenta años, pero me dejó una cicatriz invisible. Yo ya venía herido por la memoria de mi abuelo y la guerra civil en la que participó, así que aquello fue un suma y sigue que me llevó indefectiblemente a odiar la guerra de una forma natural y a tener una prevención natural por todo aquello asociado a temas militares.
A través de la lectura y relecturas de sus entrevistas, de sus reportajes, entre líneas, se dibujaba una geografía, un carácter y un pueblo. Nunca lo olvidé. Ahora estoy leyendo, como guinda al viaje que hice hace apenas unos días, su libro Nada y así sea, donde relata sus experiencias en el país asiático. Cuando me hice adulto, me sentí en deuda con ella. Fue capaz de abrirme los ojos a una edad muy temprana y despertó en mí un ansia que nunca se ha apaciguado.
Cuando aterricé en Hanói, la capital, libros, películas y relatos de testigos directos de la contienda se mezclaban en mi interior. Me dispuse a bañarme en mi propia memoria y sobre todo en la de Oriana. Dispuesto a cumplir con el deseo nunca expresado de pisar aquellas tierras y atisbar algo de su historia. Conocí a antiguos combatientes, y ni siquiera ellos pudieron entender mi emoción al estrecharles la mano. Conozco también a antiguos soldados de los Estados Unidos en esa guerra (y los problemas que ello les produjo y que aún perduran). Comparto con ellos lo que es ya un odio visceral a la guerra.
Siendo una guerra sin líneas definidas y viajando de norte a sur, para acabar en Saigón. Estuve en bastantes lugares donde se había desarrollado mucha actividad bélica. Me introduje en los túneles que usaba el Vietcong en Cu Chi, escuché los sonidos de la muerte, observé las todavía cicatrices visibles del desastre que aquello produjo, y navegué por canales en la selva y me imaginé a los soldados de uno y otro bando en ellos. Contemplé y toqué el muchísimo material abandonado por las fuerzas de ocupación extranjera y lloré al mirar el registro fotográfico de lo que aquello supuso para el pueblo vietnamita y sus hijos aún no nacidos.
Había lugares increíbles que también pude visitar. Paisajes bellísimos que estaban en mi memoria y otros que descubrí allí. La bahía de Halong y otras menos conocidas. El río Mekong, vestigios de otros siglos y pasadas guerras ya olvidadas.
La fotografía que ilustra esta reflexión, se tomó en la bahía de Halong. Está justo a las antípodas, de estos comentarios sobre la guerra que asoló el país. Algo así no pudo existir en aquellos tiempos. Ilustra justo el amanecer, a las seis de la mañana, de una clase de Tai Chi. Fue un momento mágico, no solo por el lugar, la actividad que se desarrollaba ante mí, sino por las circunstancias y la mochila de recuerdos con la que cargaba. Tuve que escoger entre participar o hacer fotos de ese momento único e irrepetible en un lugar incomparable. Ya lo saben: La bola cayó del lado habitual. Era muy consciente de que el viaje, aunque solo fuera por disfrutar de esa alborada, ya habría valido la pena. No hay palabras que puedan hacer replicar las emociones de despertarse en ese lugar.
Aun así me tomé mi tiempo, para quedarme quieto. A solas. En silencio. Dejé la cámara y me concentré en mí mismo. Arañando los sonidos, descubriendo las rugosidades de los olores, palpando luz, las texturas del paisaje, el mar salobre y esas rocas majestuosas que, como lágrimas, siguen llorando por las desdichas humanas. Pensé en Oriana, pensé en unas fotos que el amante de Gerda Taro, Robert Capa, había hecho de un brigadista jovencísimo (1) en Cerro Muriano a punto de enfrentarse a la muerte y en todos aquellos cuya vida se rompió irremediablemente por culpa de alguna guerra.

Así que nuevo me tomé mi tiempo, para quedarme quieto, a solas, en silencio. Disfrutando de esa paz. Recordando, amando y esperando, con voluntad inquebrantable, que las cosas mejoren.
Ⓒ texto y fotografías Ricardo de la Casa Pérez – Febrero de 2024
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(1) En este enlace puede ver las imágenes y el relato de la arenga en la Villa Alicia (Cerro Muriano) captado por Robert Capa (incluso se puede ver a Gerda Taro) y en especial la fotografía del brigadista a la que me refiero: Fografiarte. En el mismo artículo, hay alguna foto de Vietnam. Robert Capa murió en Thai Binh, Vietnam; 25 de mayo de 1954 al pisar una mina mientras fotografiaba el avance de tropas francesas.