
Al señor Chang no le gusta viajar. Viven en una pequeña aldea cerca de la vieja capital imperial de Hue. Ella ansia conocer Hanoi. Visitar la pagoda de Tran Quoc y navegar por la bahía de Halong. Esta harta de dar de comer a gallinas gritonas, perseguir cabras estupidas y aguantar el malhumor de su primogénito.
El señor Chang aprieta los labios cada vez que la señora Chang le sugiere que ya es tiempo de visitar a su familia en la capital. Su silencio se extiende como una mancha oscura en el mantel que alimenta sus bocas.
La paciencia casi infinita de la señora Chang se agota una mañana de sol radiante. Ha tendido la ropa del lavadero, recibido una nueva carta de su hermano y ve como el cartero se aleja en su destartalada moto y se lleva consigo sus viejas ilusiones. Lo ve desaparecer tras una nube de polvo.
Le pega con fuerza un puntapié a una piedra que sale disparada y le da a un cabrito que se queja.
Echa a andar, en dirección al campo. Allí está el señor Chang quitando malas hierbas. A cada paso levanta una pequeña nubecilla de polvo. Él la mira y arquea sus cejas. La conoce demansiado bien como saber que se avecinan problemas. Unos patos se apartan de su camino con premura.
La semana siguiente la señora Chang y su marido están paseando por la ribera del lago Tay, en dirección a la pagoda. Ella ríe y el señor Chang nunca le confesará que se lo está pasando muy bien. Ya han sacado los billetes para el crucero y ya le ha dicho que el año que viene irán a Saigón para conocer la nueva ciudad de Ho Chi Minh.
Ⓒ Ricardo de la Casa Pérez – Enero de 2024
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