El monstruo pasó como una exhalación. Apenas fue un borrón en mi horizonte entre el primer atisbo de peligro y su desaparición. Solo le delató unas leves corrientes de aire a mi alrededor y su nauseabundo olor. Antes de pensar en qué hacer, se había esfumado. Si no fuera por el rastro de su pestilencia pensaría que era una alucinación.

El terroso camino me hacia invisible pero no era el mejor lugar. Había sido demasiado imprudente al adentrarme en él. Sabía que a veces inmensas y ruidosas quimeras pasaban por allí arrollando todo a su paso. Inalterables, inconscientes de su asesino poder. Ignorantes de su maldad intrínseca. Era urgente regresar cuanto antes a la seguridad que me proporcionaban las veredas.

Pasé un tiempo en resolver el dilema. Saber la dirección más segura.

Una velada corriente le delató, mi peor pesadilla había regresado. Infinito, inabarcable. Tan enorme que era imposible verle en su totalidad. Apenas dos columnas marmóreas. Podía morir y aquella mole ni siquiera se daría cuenta.

El pánico me invadió. El asesino estaba tan cerca que no podía siquiera respirar sin encharcarme de puro terror.

Salté sin pensar y solo logré delatarme. Mi brinco había sido ridículo para su tamaño. Se paró atraído por el movimiento. Comprendí que mi necia pirueta había sido la peor decisión. Huí en otra dirección y se movió con una celeridad pasmosa para quedar de nuevo frente a mí. Esquivarle no tenía sentido. Todo él abarcaba casi los confines de mi vista. Su velocidad era infinita. Llena de pavor, salté y salté y volví a saltar.

Siempre volvíamos a estar frente a frente.

Estridulé sin parar, la ansiedad me dominaba.

Durante un tiempo nos quedamos los dos quietos. No entendía a que aguardaba para abalanzarse sobre mí y devorarme. La espera era cruel. Algo delgado y largo se acercó y me rozó, solo un leve empujón. Volvió a hacerlo. Entendí que me provocaba o no se fiaba. A pesar de lo enorme de mi contrincante, tenía aprensión por mi aspecto o era prudente. Quizá ambas cosas.

De repente algo se posó frente a mí. Su extremidad sujetaba una hoja enorme y seca. El palo me empujó y yo rehusé. Ni loca iba a subirme a ella.

El tiempo se enlenteció dejando ecos de pesadilla en mi futuro.

De repente la hoja, con delicadeza, avanzó hacia mí mientras el palo pretendía impedir la retirada.

Podía saltar, pero sabía que era inútil. Solo volveríamos a la casilla de salida. Su sadismo me superaba.

Tomé la decisión. Avancé y subí. Me ofrecí. Al menos acabaría pronto.

Noté como me elevaba.

Estaba cerca, muy cerca y me miraba fijamente. Pude distinguir los ojos del monstruo, eran dos pozos negros Su tufo era insoportable. El suelo, mi lugar en el mundo, se había desvanecido en la lejanía. No tenía puntos de referencia. Esa cosa que me examinaba estaba en sombra y al otro lado, en dirección contraria, los últimos puntos de luz del ocaso se desvanecían en púrpuras y dorados.

Por muy poco la luz me había delatado.

Me quede paralizada. No sabía qué hacer. Él simplemente movía la hoja para mantenerme justo orientado hacia el escaso fulgor que quedaba en el cielo. Observándome. Decidí quedarme quieta. No podía escapar, no podía luchar, pero si podía ofrecerle lo que parecía buscar: una perspectiva de mi cuerpo. Ambos sentíamos curiosidad.

De vez en cuando un objeto desconocido, que mantenía a su altura, chirriaba. No era como el mío, era un chasquido seco y corto. Aunque si era repetitivo.

Le imité y le ofrecí mi canto. Ya no notaba su olor.

Pareció gustarle porque el ataque que esperaba nunca paso.

Al poco noté como dejaba con cuidado la hoja entre las hierbas del campo. Esperó frente a mí hasta que me atreví a bajar de ella. No salté, ya sabía que no era necesario. Esta vez permaneció inmóvil.

Me alejé sin prisas, sin mirar atrás. Segura de mi integridad.

Una leve corriente de aire me indicó que él también había seguido su camino.

©) Ricard de la Casa – septiembre 2018 (relato y foto que ilustra el texto).

Puede verla en grande en FLICKR y 500PX