La mirada

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No quería incomodarlo. Estaba seguro de que cualquier fotógrafo que pasara por allí, estaría deseando hacerle una foto. Lo tenía todo: estaba iluminado por la luz suave del sol reflejada en los edificios que le rodeaban, una mirada perdida, una fotogenia brutal y un atrezo increíble.

Me vigilaba de forma fugaz. Ya lo había divisado cuando atravesé el puente de Triana en dirección a la Blanca Paloma. Estaba sentado en la plaza del Altozano. A la vuelta, me moví intentando pasar desapercibido. Buscando un ángulo donde la foto resultante no perdiera ni un ápice de la fuerza del personaje y no lo maltratara. Tampoco quería una caricatura despersonalizada sacada fuera de contexto.

En su pobreza y abandono tenía una enorme personalidad. Una dignidad a prueba de insultos y miradas compasivas. Exhalaba una profunda tristeza y sus ojos eran dos puntos de luz incómodos.

Ahora mismo, contemplando la foto, me pregunto si en su mirada hay algún destello de miedo. Es una persona mayor y no hay mayor inseguridad que saberse expuesto a todos y en todo momento. Hay un momento en la vida en el que el horizonte de sucesos cambia de sentido. En vez de aumentar, disminuye. Una regresión constante que cierra puertas y ventanas y casi sin darnos cuenta va apagando las luces de nuestra vida.

Retratar un rostro es sencillo. Atravesar la máscara con la que nos protegemos como una segunda piel es ya más complicado. Conseguir plasmar el alma es algo bastante más difícil, casi imposible. La mayoría de las veces no es mérito del fotógrafo, sino de la colaboración del personaje que o tiene un descuido o es muy consciente de que está ofreciendo su yo más íntimo y explicito. Convertirse en invisible para que la persona no se despoje de su humanidad y deje trascender su alma implica alcanzarle sin molestar. Asumir el rol de ser solo un instrumento para alcanzar la cima de las expectativas.

El temor es ser descubierto y que el personaje me perciba como un intruso. Se gire, se tape la cara con cualquier objeto y, sobre todo, adopte una máscara que haga invisible su alma, su humanidad, su verdadero yo. He arruinado multitud de buenos retratos por culpa de mi estupidez, de mi impaciencia o la perseverancia en ocultarse del personaje. El mundo está lleno de hermosísimos retratos, al alcance de mis dedos. Solo que, como en la Creación de Adán del genial Miguel Ángel, hace falta que alguno de tus dioses alargue sus dedos y te acaricie con su divinidad.

El secreto que otorga majestuosidad a este retrato es su larga barba y ese sombrero de paja. Toda una declaración de intenciones para aquel que quisiera ver más allá de una simple fachada. A pesar de la obviedad de ser un indigente viviendo en las calles, pueden observar su pulcritud, tanto en su porte como en su vestimenta. Esa barba canosa, larga, aseada y limpia que, aún no entiendo por qué, me recuerda al ficticio capitán Ahab (no Peck sino el auténtico, el de la novela de Melville, solo visualizado en mi mente). Sobre todo ese gorro que imprime carácter en cada uno de sus sutiles detalles: la rugosa textura de la paja, los colores mortecinos y las sinuosas curvas que logran envolver ese rostro torturado.

Punto y aparte son esos ojos huidizos que vigilan sin mirar. Mostrando su mayor miedo: llamar la atención. Creo que él pretendía disolverse entre la multitud, entre el arbolado, entre la humanidad y sus construcciones. Estaba allí, uno de los mejores lugares del mundo. Quería estar allí y a la vez ser invisible.

Otro de los detalles es la sobriedad y contención de la paleta de colores que se despliega ante nuestros ojos. Aquí no hay colores brillantes, ni saturación. Aportan paz y equilibrio a la imagen. Solo es un leve toque para proporcionar estabilidad. Valoré en su momento eliminar el color y dejar la gama de grises para aumentar el dramatismo. Lo descarté. No le hace falta. La naturalidad es lo único que necesita para que se haya convertido en uno de los retratos que más me gustan de mi colección.

Javier Bienzobas Sánchez  me comenta que es el retrato que más le gusta. Al igual que, con los libros, no puedo decidirme, pero sí puedo decir que es uno de los que me siento más satisfecho por las emociones que logra transmitir.

Ⓒ texto y fotografías Ricardo de la Casa Pérez – Agosto de 2025

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La larga mirada del Ñu

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Nos quedamos mirando. Apenas quedaba sol para iluminar la escena y, de hecho, las imágenes me quedaron levemente sub expuestas. Algo que hago mucho más a menudo de lo que se imaginan. Así, las altas luces puede que no queden muy quemadas y a la vez siempre puedo rascar algo de información de las partes oscuras.

El ñu me vigilaba, evaluando el posible peligro. Yo no quería moverme para que no dejará de observarme y allí nos quedamos rodeados de los últimos y cálidos rayos de sol.

En silencio. Todo el grupo de seis. Solo percibía el leve ruido de las cámaras al disparar.

Me preguntaba qué le debía pasar por la cabeza. Por una parte, sabía que estaba acostumbrado a ver los jeeps y sus pasajeros todos los días. Así que muy asustado no debía de estar. Aparentaba estar bastante relajado.

La magia se rompió. Se giró y desapareció siguiendo al grupo.

Yo me quedé colgado de esos enormes ojos brillando, transmitiendo sin palabras muchas emociones. Mundos paralelos donde de vez en cuando nos susurramos cálidos pensamientos. Secretos compartidos que se desvanecen segundos después.


Ⓒ texto y fotografías Ricardo de la Casa Pérez – Agosto de 2025

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Creación de Adán

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La muralla de Dubrovnik caía a pelo sobre el patio del colegio. Los chavales jugaban al baloncesto y las chicas estaban a la sombra. La escena cenital no me atraía, hasta que dejaron de jugar y dos de ellos se sentaron y pensé que esa composición sí era interesante. Les enfoqué a la espera de encontrar un momento donde alguno o varios se dieran cuenta de que les estaba haciendo fotos (no disparaba, solo los mantenía enfocados). No se dieron cuenta en ningún momento (estaba justo por encima de sus cabezas). Por suerte, la chica estaba comiendo algún tipo de gominola y le dio a su compañero una de ellas alargando el brazo. Era una casualidad. Supe en aquel momento que allí estaba el regalo a mi paciencia. Sabía lo que estaba viendo, una escena mil veces repetida por los humanos, vulgar y normal, excepto porque alguien la había inmortalizado siglos antes.

Y disparé.

Mientras lo hacía pensé en Miguel Ángel Buonarroti y su escena de la Capilla Sixtina, la más famosa y una de las más hermosas pintadas por el genio italiano. Hice algunas fotos más, pero ya sabía que si me había quedado bien, esa era la foto y ninguna otra del grupo.

Ⓒ texto y fotografías Ricardo de la Casa Pérez – Julio de 2025

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Tai Chi en Halong

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Oriana Fallaci me inoculó, allá por finales de los sesenta, el interés por Vietnam. Estaba interno en un colegio de La Salle en la Seu d’Urgell (en aquellos tiempos: La Seo de Urgel) y en los ratos libres (cuando no había clase, misa, repaso, comedor o deporte), solo se podía estar en el patio o acudir a la biblioteca del centro. Les dejo que adivinen dónde me llevaban mis zapatos, día sí y día también. Confieso que no sé qué hacía allí, puntualmente, una revista como Triunfo, claramente de izquierdas. Yo era apenas un adolescente que observaba el mundo entre pasmado, fascinado y con la boca abierta, en definitiva descubriendo sus miserias.

En sus páginas, la maravillosa periodista italiana escribía crónicas desde Vietnam: La locura de la guerra, el deleznable interés crematístico, la desesperanza, las atrocidades y la terrorífica manipulación por parte de todos los actores. De eso hace más de cincuenta años, pero me dejó una cicatriz invisible. Yo ya venía herido por la memoria de mi abuelo y la guerra civil en la que participó, así que aquello fue un suma y sigue que me llevó indefectiblemente a odiar la guerra de una forma natural y a tener una prevención natural por todo aquello asociado a temas militares.

A través de la lectura y relecturas de sus entrevistas, de sus reportajes, entre líneas, se dibujaba una geografía, un carácter y un pueblo. Nunca lo olvidé. Ahora estoy leyendo, como guinda al viaje que hice hace apenas unos días, su libro Nada y así sea, donde relata sus experiencias en el país asiático. Cuando me hice adulto, me sentí en deuda con ella. Fue capaz de abrirme los ojos a una edad muy temprana y despertó en mí un ansia que nunca se ha apaciguado.

Cuando aterricé en Hanói, la capital, libros, películas y relatos de testigos directos de la contienda se mezclaban en mi interior. Me dispuse a bañarme en mi propia memoria y sobre todo en la de Oriana. Dispuesto a cumplir con el deseo nunca expresado de pisar aquellas tierras y atisbar algo de su historia. Conocí a antiguos combatientes, y ni siquiera ellos pudieron entender mi emoción al estrecharles la mano. Conozco también a antiguos soldados de los Estados Unidos en esa guerra (y los problemas que ello les produjo y que aún perduran). Comparto con ellos lo que es ya un odio visceral a la guerra.

Siendo una guerra sin líneas definidas y viajando de norte a sur, para acabar en Saigón. Estuve en bastantes lugares donde se había desarrollado mucha actividad bélica. Me introduje en los túneles que usaba el Vietcong en Cu Chi, escuché los sonidos de la muerte, observé las todavía cicatrices visibles del desastre que aquello produjo, y navegué por canales en la selva y me imaginé a los soldados de uno y otro bando en ellos. Contemplé y toqué el muchísimo material abandonado por las fuerzas de ocupación extranjera y lloré al mirar el registro fotográfico de lo que aquello supuso para el pueblo vietnamita y sus hijos aún no nacidos.

Había lugares increíbles que también pude visitar. Paisajes bellísimos que estaban en mi memoria y otros que descubrí allí. La bahía de Halong y otras menos conocidas. El río Mekong, vestigios de otros siglos y pasadas guerras ya olvidadas.

La fotografía que ilustra esta reflexión, se tomó en la bahía de Halong. Está justo a las antípodas, de estos comentarios sobre la guerra que asoló el país. Algo así no pudo existir en aquellos tiempos. Ilustra justo el amanecer, a las seis de la mañana, de una clase de Tai Chi. Fue un momento mágico, no solo por el lugar, la actividad que se desarrollaba ante mí, sino por las circunstancias y la mochila de recuerdos con la que cargaba. Tuve que escoger entre participar o hacer fotos de ese momento único e irrepetible en un lugar incomparable. Ya lo saben: La bola cayó del lado habitual. Era muy consciente de que el viaje, aunque solo fuera por disfrutar de esa alborada, ya habría valido la pena. No hay palabras que puedan hacer replicar las emociones de despertarse en ese lugar.

Aun así me tomé mi tiempo, para quedarme quieto. A solas. En silencio. Dejé la cámara y me concentré en mí mismo. Arañando los sonidos, descubriendo las rugosidades de los olores, palpando luz, las texturas del paisaje, el mar salobre y esas rocas majestuosas que, como lágrimas, siguen llorando por las desdichas humanas. Pensé en Oriana, pensé en unas fotos que el amante de Gerda Taro, Robert Capa, había hecho de un brigadista jovencísimo (1) en Cerro Muriano a punto de enfrentarse a la muerte y en todos aquellos cuya vida se rompió irremediablemente por culpa de alguna guerra.

Así que nuevo me tomé mi tiempo, para quedarme quieto, a solas, en silencio. Disfrutando de esa paz. Recordando, amando y esperando, con voluntad inquebrantable, que las cosas mejoren.

Ⓒ texto y fotografías Ricardo de la Casa Pérez – Febrero de 2024

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(1) En este enlace puede ver las imágenes y el relato de la arenga en la Villa Alicia (Cerro Muriano) captado por Robert Capa (incluso se puede ver a Gerda Taro) y en especial la fotografía del brigadista a la que me refiero: Fografiarte. En el mismo artículo, hay alguna foto de Vietnam. Robert Capa murió en Thai Binh, Vietnam; 25 de mayo de 1954 al pisar una mina mientras fotografiaba el avance de tropas francesas.